02 septiembre 2007

Como cada domingo...

Es una sección que inicié con mucha ilusión, pero que dejé olvidada, como deje mis ganas de leer. Será el tedioso verano, será su calor inhumano, sobre todo por estos rincones del sur, será la nostalgia que me embriaga por estas fechas, nostalgias irónicamente de tristeza, por hechos que acaecieron en el pasado... pero aquí vengo, a refugiarme en las hojas de algún libro, y a intentar hacerlo también en vuestro afecto. Hoy os voy a mencionar un libro que, personalmente, hace que evada un poco todo lo anteriormente citado, porque, afortunada o desgraciadamente, siempre hay alguien que lo pasa peor... y que es capaz de plasmarlo en un papel de manera sobresaliente.

"Cancionero y romancero de ausencias", de Miguel Hernández.

La lectura de algunos de los versos de don Miguel hace que me escabulla del mundanal ruido. Si leo uno solo de sus poemas, el tiempo vuela y se pasa más rápido el agotador verano.

Ropas con su olor,
paños con su aroma.
Se alejó en su cuerpo,
me dejó en sus ropas.
Luchas sin calor,
sábana de sombra.
Se ausentó en su cuerpo.
Se quedó en sus ropas.


Miguel Hernández supo sacar todo lo bello de su natal Orihuela, de la, mucho más agradecida de según con quien se compare, compañia de las cabras de su niñez y puvertad. Supo hacerlo porque mientras las contemplaba también supo sacar tiempo para embellecerlo con los versos de Ruben Dario, Zorrilla...

¿Qué quiere el viento de encono
que baja por el barranco
y violenta las ventanas
mientras te visto de abrazos?

Derribarnos, arrastrarnos.

Derribadas, arrastradas,
las dos sangres se alejaron.
¿Qué sigue queriendo el viento
cada vez más enconado?

Separarnos.


Y en sus dias más tristes, como lo fueron de su patria, don Miguel se hizo fuerte con sus versos, se hizo fuerte sabiendo que sería inmortal, ocurriese lo que ocurriese en aquellas cárceles de mal agüero.

El 28 de marzo de 1942 no murió Miguel Hernández, sus versos hacen esa empresa imposible.

Fue una alegría de una sola vez,
de esas que no son nunca más iguales.
El corazón, lleno de historias tristes,
fue arrebatado por las claridades.

Fue una alegría como la mañana,
que puso azul el corazón, y grande,
más comunicativo su latido,
más esbelta su cumbre aleteante.

Fue una alegría que dolió de tanto
encenderse, reírse, dilatarse.
Una mujer y yo la recogimos
desde un niño rodado de su carne.

Fue una alegría en el amanecer
más virginal de todas las verdades.
Se inflamaban los gallos, y callaron
atravesados por su misma sangre.

Fue la primera vez de la alegría
la sola vez de su total imagen.
Las otras alegrías se quedaron
como granos de arena ante los mares.

Fue una alegría para siempre sola,
para siempre dorada, destellante.
Pero es una tristeza para siempre,
porque apenas nacida fue a enterrarse.

No hay comentarios: